AMÓRBIDO
«No
te vayas», le dijo mirándola a los ojos; me parece una descortesía que te
marches sin que acabe el cigarro que me acabas de invitar.
Ella relajó su cuerpo sobre la silla, le
devolvió la mirada por un instante y permaneció callada, como dándole la
oportunidad de que ganara, permitiéndole una falsa victoria o una patética
venganza.
Él
continuó fumando y, antes de apagarlo, aspiró una gran bocanada de humo, lo retuvo en sus pulmones, presionó la colilla contra el cenicero para
luego exhalar la última fumarada sobre el rostro de Vivian.
-Ya
te puedes ir-, musitó Fabricio.
Se
habían conocido en el cine. Ella, sentada a tres butacas de la misma fila
reaccionaba airada contra las personas que hablaban en la sala, cosa que él
había dejado de hacer hace tiempo, pues luego de varias discusiones asumió que
era inútil y se resignaba en silencio; pero celebró a rabiar cuando ella, en un
arrebato de indignación, lanzó un envoltorio arrugado de galletas a un tipo
que, filas más abajo, manipulaba con afán su moderno celular, iluminando la sala con la molesta luz del aparato.
A la
salida, se encontraron nuevamente en la puerta del ascensor que conducía al sótano en el que ambos habían
dejado sus respectivos autos. Fue en ese momento que Fabricio aprovechó para
comentar el incidente de la galleta y mostrarle su simpatía por tal hecho.
Es
que no soporto a quienes hablan, comen haciendo ruido, o están actualizando su
facebook, ¡me revientan! -contó ella-. Te entiendo -dijo él-; no sabes la
cantidad de broncas que me he ganado por la misma razón, solo que ya me
cansé -confesó-.
Fácil
porque tú eres hombre, la gente se arrebata y te contesta, cosa que no hacen conmigo
porque además de burros, son machistas -concluyó Vivian-; por eso es que trato
de venir al cine tardísimo, o muy temprano y nunca los martes… ¡Eso, nunca los
martes! -interrumpió Fabricio-.
El
ascensor detuvo su marcha y, sabiendo que pronto habrían de separarse, Fabricio
arriesgó una salida para evitar desvincularse para siempre de Vivian: «si sueles venir sola al cine,
podríamos venir juntos, yo siempre vengo solo»… Ella lo observó unos segundos,
sonrió y dijo: Ya, bacán; yo vengo
mañana para ver la última de Cronenberg, si te parece… Claro que me parece
-asintió-, ¿a las once está bien? A las
once es perfecto -respondió ella-
Ya
camino a su auto, Fabricio reparó en varias cosas: que Vivian, a pesar de no ser bella, desprendía un desenfado especial
que sumado a sus grandes ojos marrones y cabello rizado la volvían sumamente
atractiva; que sus ropas, insinuaban unas formas abultadas que calzaban justo
con sus preferencias; que su voz grave y algo ronca, transmitía una sensualidad
primitiva que no terminaba de aflorar. Todo eso la convirtió en algo más que
una cita casual o un “contacto” agregado a sus redes sociales.
No
le importó haber mentido al decir que siempre iba solo al cine, ni que la
relación con su enamorada gozara de buena
salud.
Esa
misma noche, Fabricio alimentó algunas fantasías, con la misma intensidad que
sus temores. Cabía la posibilidad de que Vivian nunca asista al encuentro
programado, que en ese preciso momento le estuviera contando a sus amigas lo
ocurrido con aquel chico del cine, burlándose de su ingenuidad y de la estúpida
manera de abordarla. Aunque, en el fondo, guardaba la esperanza de que el
encuentro si se produjera, sabiendo la de problemas que ello traería.
Al
día siguiente, inventando alguna excusa con la universidad, reservó la noche
para Vivian originando una pequeña discusión con su chica por tratarse de un
viernes que hasta ese momento, era sagrado.
Fabricio
decidió que pase lo que pase, llevaría su aventura hasta donde se le
permitiera.
Horas
antes de la cita, eligió cuidadosamente lo que tendría puesto; se tomó algunos
minutos en resolver si usaría perfume, si afeitarse, incluso pensó en cortarse
el pelo, pero al ver que no le daría el tiempo, optó por olvidarlo. Se
encontraba ansioso por los detalles, pero más, por imaginar qué estaría
haciendo Vivian mientras él sucumbía expectante ante algo que quizás nunca
sucedería. Le tendría que haber pedido su número -pensó- En esos ajetreos
mentales, anduvo incierto, hasta que la cercanía de la hora lo llevó presuroso
a la ducha y su acicalamiento final.
Subió
a su auto, y mientras se acercaba al centro comercial, fue asaltado por un
ataque de pánico que menguó unos minutos tras fumarse dos cigarros
compulsivamente. Estacionó en el sótano tres (como la noche anterior), y
permaneció sentado mientras observaba
con impaciencia si entre los demás autos se encontraba el de Vivian. Miró
la hora en su celular y bajó.
Faltaban
diez minutos para las once, se fijó en los paneles que la película comenzaba
veinte minutos más tarde; fue a la ventanilla y compró dos entradas,
infundiéndose un ánimo que segundos antes había perdido por completo.
Se
asomó a las gradas eléctricas, esperando que en cualquier momento se
materialice la mujer que aguardaba, subida como una diosa por los peldaños
grises de aquella máquina hipnótica que conducía a las personas en trepada
celestial. Sin ver de nuevo la hora, hizo un cálculo mental que arrojaba ocho
minutos transcurridos. Antes de completarse el noveno, sintió que todos sus
órganos se acomodaban. Una extraña sensación de placer y alegría recorría sus
sentidos, al punto que se encontró riendo de muy buena gana, sin advertir,
conscientemente que lo hacía. Fue ella quien se lo hizo notar al terminar de
ascender las escaleras y estar frente a él:
¿De qué te ríes? -preguntó Vivian- Al reparar que, efectivamente, reía, contestó
con sinceridad plausible lo que brotó en ese momento: me río de contento -respondió eufórico-
No
hubo tiempo de mayores saludos, ya que faltaba pocos minutos para que inicie la
función. Se sumaron a la pequeña fila de personas que esperaban para entrar a
la sala doce, y cuando esta se empezaba a mover, Fabricio preguntó sin mucha
convicción: ¿quieres canchita y
gaseosa? ¡Ah, sí!, claro; también hot dogs y chocolates… -dijo Vivian-
terminando la frase con una espontánea carcajada. No te burles, tenía que
preguntar -dijo avergonzado-
Dos
horas después, mientras comentaban la película sentados en la terraza de un
café, no llegaban a ponerse de acuerdo en algunos detalles. Ella -que había
visto casi toda la filmografía de Cronenberg- apuntaba ciertas inconsistencias
en la dirección, aduciendo que parecía una película hecha por cualquier otro
director, y que, a pesar de estar bien realizada, ninguna reminiscencia le remitía
al susodicho cineasta. Él -que gustaba más de los taquillazos comerciales-, mentía
-nuevamente- diciendo que le había encantado (en realidad, le pareció
aburrida), y que era, a su entender, la mejor cinta del autor en cuestión.
Vivian
intuyó que Fabricio no había visto ninguna de las obras anteriores, pero no
quiso ponerlo en apuros indagando al respecto. Cambió el tema de conversación y
lo derivó a terrenos, más bien, personales. Le contó que estudiaba Comunicaciones
en la Católica, que había terminado una relación de dos años hace algunos
meses, que era huérfana de madre y que su sueño postergado era estudiar Cine en
Buenos Aires. Él, a su vez, mencionó sus estudios de Contabilidad en la San
Martín, que sus padres estaban divorciados varios años, y que, entre otras cosas,
uno de sus mayores anhelos era ser piloto de rally o campeón de Muay Thai.
Una
de las pocas coincidencias que tenían,
era su afición por los viajes. Se tomaron buen tiempo comentando sobre las
ciudades que conocían, pero a diferencia de él, ella conocía varios países de
Latinoamérica. Conversaron, además, sobre tópicos relacionados a la vida misma,
gustos musicales, creencias e ideologías. Quedó claro que Vivian poseía mucho
más recursos a la hora de entablar una conversación, sin llegar a la erudición
de tipo intelectual, pero con la naturalidad innata que le daban sus lecturas,
viajes y experiencias. Lo que Fabricio explotaba era su sentido del humor, su
carácter lúdico y bonachón, con el que salía bien librado de cualquier trance culturoso; pero, sobre todo, aprovechaba
su gran atractivo físico que le había canjeado muchas conquistas a lo largo de
su vida.
Al
término de la velada, intercambiaron números telefónicos, y se despidieron con
la promesa de volverse a ver, sin que para ello mediara mucho tiempo.
Los
encuentros se sucedieron siguiendo el cauce normal de la situación: cine, pubs, y a veces, teatro y
conciertos; los últimos dos, más por motivación de Vivian. Fabricio, solía pasar
los días con su enamorada en reuniones con amigos comunes, videojuegos; también
cine y sexo, mucho sexo. Dada las circunstancias, comenzaron a espaciar las
salidas con su novia; los pretextos se multiplicaban y las riñas también.
Él
creía estar enamorado de Sofía -su chica-, pues, además de ser hermosa,
compartían intereses afines, que no requerían mayor voluntad que las ganas de
pasarla bien; pero la aparición de Vivian, lo había colocado en medio de muchas
dudas que no lograba disipar, a pesar de sentirse tan bien con “Sofi”, como le
gustaba llamarla.
De
pronto, se abrieron ante él, nuevas inquietudes; sensaciones inéditas que le
resultaban extrañas, y que lo arrastraban, irremediablemente, al barranco ciego
de la incertidumbre. Más aún, cuando experimentó la cercanía física de Vivian y
el atractivo salvaje de su piel. No era ella, una amante magistral, ni muy
diestra en el arte del somier, pero tenía el timing exacto, la pausa justa, las palabras indicadas en el momento
indicado, el susurro cálido o el gemido estentóreo… Y, sobre todo, tenía la
maravillosa virtud del silencio posamatorio. Se abandonaba en un trance
silente, como rememorando cada movimiento desplegado sobre su cuerpo, cada
caricia, cada beso, y ello le permitía seguir disfrutando prolongadamente de lo
que consideraba el mejor rito inventado por la naturaleza.
Las
charlas no eran menos estimulantes. Ella le contaba de películas que le despertaban
curiosidad infinita, le hacía escuchar grupos de ritmos ignotos, y claro, le
hablaba de libros que a él le daba flojera leer. Aunque se remitía a todo ello,
únicamente cuando estaba con Vivian, creyó que en algún momento sería
interesante hacerlo por su propia cuenta.
Fabricio,
al cabo de un tiempo, se sentía enteramente cautivado por Vivian; no hacía más
que pensar en ella, la extrañaba, la deseaba, y empezaba a amarla inevitablemente.
Descuidó por completo su relación con Sofía, pero casi no le importaba. Pensó
en pedir consejo en alguna amiga, pero supo de inmediato lo que le dirían:
“estás enchuchado”, “estás con la cabeza caliente”, “eres un huevón”.
Descartada
la ayuda, decidió avanzar con firmeza, tras los rastros que dejaba Vivian en
cada uno de sus pensamientos; aunque no tuviera la menor idea, una señal
certera, ni siquiera un indicio razonable, de que ella estuviera sintiendo lo
mismo por él.
Fue
un jueves de diciembre, en que Fabricio decidió contarle a Vivian, lo que por
ella sentía. Trató de ser lo más convincente, calmado y emotivo que pudo. Y a
pesar de que su inspiración era real, las palabras no encontraban de modo
alguno, traspasar el rostro de Vivian. Ella se mantenía impasible ante los
esfuerzos verídicamente seductores de su interlocutor. La razón era simple: ella no sentía ni remotamente lo
mismo por él, lo único que le despertaba era deseo, gusto o, en el mejor de los
casos, una fuerte atracción física. Claro que no se lo dijo en ese instante,
pero no fue necesario. Fabricio acusó de inmediato la indiferencia de Vivian,
que apenas era matizada con algunas muecas de sorpresa o risas indulgentes.
Al
cabo de un rato, sintiendo algo de rabia y curiosidad (ninguna chica había
rechazado sus encantos), le preguntó en tono sarcástico si acaso no le gustaba.
Ella respondió que sí, que le parecía lindo; pero que no sentía nada parecido
al amor. Le dijo también, que sabía lo de Sofía, que no era ninguna cojuda y
que si salía con él, era porque la pasaba bien y eso. Le dijo, además, que podía
disfrutar tanto de la cultura como de los hombres, de los hombres guapos, pues
para enamorarse, buscaba a los inteligentes. Fabricio nunca espero este tipo de
respuesta.
Tras
unos segundos de silencio, Fabricio atacó instintivamente: ¿o sea que eres una
perrita que solo quiere mi pinga? Exacto -respondió Vivian- ; aunque supongo
que desde hoy ya no tendré la dicha de tenerla ¿no? -continuó diciendo-
Desconcertado
hasta el vahído, sintió ganas de
vomitar. Una mezcla de ira, tristeza y orgullo desmoronado, hicieron que se
levantara de la mesa del café para dirigirse al baño. Luego de mojarse la cara
repetidas veces, se miró en el espejo y se vio más hermoso que nunca; «que se
joda esa mostra de mierda», alcanzó a
decir justo antes de abandonar el servicio. Al salir, Vivian ya no estaba.
Pasaron
los días, y ante la cercanía de las fiestas de fin de año, el caos se apoderó
de Fabricio. A pesar del supuesto desprecio hacia Vivian, no dejaba de
evocarla. Sabía que no debía llamarla, y que de hacerlo, no obtendría
respuesta. El odio que parecía profesarle, se trocaba repentinamente en
ausencia maldita, en llanto de melancolía más no de rencor. Así como los
sentimientos buenos que le había despertado Vivian, estos también eran nuevos,
pero furiosamente negativos. Y entendió que, de alguna manera, lo había
trastocado profundamente para bien y para mal. Que nada relacionado a ella le
resultaba indiferente. Supo que más allá de su vanidad destrozada, le molestaba
haberla perdido, no haber sido capaz de conquistarla. Por primera vez, sintió
que su físico no le bastaba, no con ella, y se odió por no ser más inteligente,
por no haber leído, por no haber visto a Cronenberg…
Entonces,
decidió llamarla, sin importar mucho el tipo de respuesta que escucharía; pero
no logró ninguna, simplemente no contestó. Todo había pasado muy rápido desde
que se vieron por primera vez en el cine. De ella, solo sabía su número
telefónico, no tenía ninguna dirección, ni electrónica ni de casa, ni amigos en
común. Tampoco la tenía en sus redes sociales, pues Vivian no detentaba
ninguna.
Fue
así que todos sus sentimientos dieron paso a la desesperación por hallarla. No
le importaba suplicar por amor. Quería verla de nuevo, escucharla, olerla. Se
pasaba las noches y algunas tardes en el centro comercial, se plantaba en las
boleterías del cine y nada. Nunca se apareció. Fue a los cineclubes, salas de
teatro, conciertos en el centro y cada lugar posible al que ella pudiera
asistir.
En
una de sus búsquedas desesperadas por la ciudad, se topó con un puesto de venta
de películas piratas y leyó el nombre de Cronenberg. La compró. Se trataba de “Una
Historia Violenta”; llegó a casa y la vio. Esta vez le había encantado. Fue así
que empezó a comprar libros, películas y discos que Vivian, alguna vez, le había
recomendado. Leyó El Túnel, de Sabato, y le pareció genial, escuchó Sonic
Youth, Stereolab y Spinetta. En todos los casos, se sintió atrapado, gustoso,
como maravillado de manera genuina, sin ninguna complacencia hacia ella. Y
pensó que era un gran paso para conquistarla de verdad, que tendría algo que
comentarle de buena gana, sin fingir algún interés bastardo con fines
halagüeños.
Imbuido
de ese nuevo ímpetu, intensificó la cacería
sobre Vivian. Estuvo determinado en hallarla antes de fin de año. Así lo
hizo. La encontró una madrugada, cuando ella salía de un concierto de Voz Propia en un local del
centro. Estaba bebida y con un grupo de
amigos. No lo vio. La siguió varias cuadras mientras el grupo se dirigía a otro
bar cercano ubicado en un sótano. Esperó que entraran y bajó. Cuando estuvo
parado detrás de una columna, reconoció emocionado una canción de Joy Division
que Vivian solía escuchar: «Digital», susurró. La penumbra lo
mantenía a salvo de ser descubierto; pero seguía sigiloso, observando cada
movimiento de Vivian. La vio danzar la canción, y se enamoró de sus
movimientos.
Ella
bailaba sola, Iba de aquí para allá, se miraba en el espejo, retrocedía y
brincaba montada en trance. Su pelo le cubría el rostro, y sus ropas la
descubrían sensual. Algunos hombres se le aproximaban y se movían frente a ella,
y eran correspondidos con impudicia. No pudo más y se acercó a su lado. Al
principio, no lo reconoció; pudo ser la poca luz o sus sentidos adormilados.
-Hola,
soy Juan Pablo Castel-, se presentó Fabricio. Vivian, sorprendida, jadeó una
sonrisa y con los labios pesados por efecto del alcohol, preguntó: ¿Qué haces acá, huevón?, ¿qué ha sido
de tu vida? -Buscando a María Iribarne-, respondió Fabricio; -pero si tú me
mataste, cojudazo- sentenció Vivian y ambos se echaron a reír largamente,
concluyendo la risotada en un abrazo atávico.
Más
tarde se marcharon juntos y así pasaron la noche.
El lunes
siguiente, se encontraron por última vez, en el café que fue testigo de su
primera cita. Él llegó antes de la hora. Estaba feliz. Pensaba que todo había
salido perfecto, que su persistencia y su nuevo bagaje estaban dando frutos, y que al fin, podría estar con la mujer que,
con seguridad, amaba (a estas alturas su relación con Sofía, había fenecido).
Ella
no asomaba. Pasaron dos horas y trece cigarros desde la hora pactada. Un
desasosiego incipiente nacía en la mente de Fabricio. Timbró cuatro veces a
Vivian sin que conteste. A medida que el tiempo avanzaba, el pánico hacía su
trabajo infame. Le siguió el pavor, rematado de espanto terminal. Luego,
nuevamente, la turbación, el odio y el desprecio infinito.
La
película que veía Fabricio, se presentaba pesarosa, mohína, con final
inexorablemente trágico, y supo que lo ocurrido en el sótano aquel, apenas fue
un plot point, un giro perverso en la
trama. Un réquiem. Sin más, supo que la verdad, la maldita verdad, se abría
paso entre sus tripas. Que el dolor infligido sobre él, era todopoderoso,
insoslayable. Que nunca tendría a Vivian con él, no en este capítulo. No en
esta escena. No en este riff.
Pero
tuvo la extraña lucidez para aceptarlo. La valentía de asumir la derrota sin lloriqueos. Sus peores temores se
volvieron ciertos, vívidos. Sabía que si en algún momento, Vivian aparecía, era
solo para despedirse, cosa que sucedió.
Pasadas
casi tres horas, ella traspasó la puerta, lo miró y se acercó hasta la mesa,
jaló una silla y se sentó sin decir nada. Pasaron varios minutos sin que
ninguno dijera palabra. Vivian tamborileaba sus dedos sobre la taza vacía,
aumentando la sensación de incomodidad para ambos. Él le pidió un cigarrillo,
lo encendió, y mientras se lo fumaba, pensó que nada de lo que le dijera la
afectaría, que era demasiado hembra, inteligente y desprejuiciada. Que ningún
insulto o imprecación profanaría su determinación de libérrima afrodita.
Entonces,
fabricó su escena postrera, descorrió
las cortinas para perpetrar su acto final en señal de victoria; y entonando
mentalmente una tétrica melodía, esperó que ella se levantara, y en el preciso
momento en que lo hacía, la detuvo, sonriente:
«No
te vayas», le dijo mirándola a los ojos….
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