martes, junio 10, 2014

AMÓRBIDO

«No te vayas», le dijo mirándola a los ojos; me parece una descortesía que te marches sin que acabe el cigarro que me acabas de invitar.
 Ella relajó su cuerpo sobre la silla, le devolvió la mirada por un instante y permaneció callada, como dándole la oportunidad de que ganara, permitiéndole una falsa victoria o una patética venganza.
Él continuó fumando y, antes de apagarlo, aspiró una gran bocanada de humo,  lo retuvo en sus pulmones,  presionó la colilla contra el cenicero para luego exhalar la última fumarada sobre el rostro de Vivian.
-Ya te puedes ir-,  musitó Fabricio.


Se habían conocido en el cine. Ella, sentada a tres butacas de la misma fila reaccionaba airada contra las personas que hablaban en la sala, cosa que él había dejado de hacer hace tiempo, pues luego de varias discusiones asumió que era inútil y se resignaba en silencio; pero celebró a rabiar cuando ella, en un arrebato de indignación, lanzó un envoltorio arrugado de galletas a un tipo que, filas más abajo, manipulaba con afán su moderno celular,  iluminando la sala con la molesta luz  del aparato.

A la salida, se encontraron nuevamente en la puerta del ascensor  que conducía al sótano en el que ambos habían dejado sus respectivos autos. Fue en ese momento que Fabricio aprovechó para comentar el incidente de la galleta y mostrarle su simpatía por tal hecho.
Es que no soporto a quienes hablan, comen haciendo ruido, o están actualizando su facebook, ¡me revientan! -contó ella-. Te entiendo -dijo él-; no sabes la cantidad de broncas que me he ganado por la misma razón, solo que ya me cansé  -confesó-.
Fácil porque tú eres hombre, la gente se arrebata y te contesta, cosa que no hacen conmigo porque además de burros, son machistas -concluyó Vivian-; por eso es que trato de venir al cine tardísimo, o muy temprano y nunca los martes… ¡Eso, nunca los martes! -interrumpió Fabricio-.
El ascensor detuvo su marcha y, sabiendo que pronto habrían de separarse, Fabricio arriesgó una salida para evitar desvincularse para siempre de Vivian: «si sueles venir sola al cine, podríamos venir juntos, yo siempre vengo solo»… Ella lo observó unos segundos, sonrió y dijo: Ya, bacán; yo vengo mañana para ver la última de Cronenberg, si te parece… Claro que me parece -asintió-,  ¿a las once está bien? A las once es perfecto -respondió ella-
Ya camino a su auto, Fabricio reparó en varias cosas: que Vivian, a pesar de no ser bella, desprendía un desenfado especial que sumado a sus grandes ojos marrones y cabello rizado la volvían sumamente atractiva; que sus ropas, insinuaban unas formas abultadas que calzaban justo con sus preferencias; que su voz grave y algo ronca, transmitía una sensualidad primitiva que no terminaba de aflorar. Todo eso la convirtió en algo más que una cita casual o un “contacto” agregado a sus redes sociales.
No le importó haber mentido al decir que siempre iba solo al cine, ni que la relación con su enamorada gozara de buena salud.
Esa misma noche, Fabricio alimentó algunas fantasías, con la misma intensidad que sus temores. Cabía la posibilidad de que Vivian nunca asista al encuentro programado, que en ese preciso momento le estuviera contando a sus amigas lo ocurrido con aquel chico del cine, burlándose de su ingenuidad y de la estúpida manera de abordarla. Aunque, en el fondo, guardaba la esperanza de que el encuentro si se produjera, sabiendo la de problemas que ello  traería.

Al día siguiente, inventando alguna excusa con la universidad, reservó la noche para Vivian originando una pequeña discusión con su chica por tratarse de un viernes que hasta ese momento, era sagrado.
Fabricio decidió que pase lo que pase, llevaría su aventura hasta donde se le permitiera.
Horas antes de la cita, eligió cuidadosamente lo que tendría puesto; se tomó algunos minutos en resolver si usaría perfume, si afeitarse, incluso pensó en cortarse el pelo, pero al ver que no le daría el tiempo, optó por olvidarlo. Se encontraba ansioso por los detalles, pero más, por imaginar qué estaría haciendo Vivian mientras él sucumbía expectante ante algo que quizás nunca sucedería. Le tendría que haber pedido su número -pensó- En esos ajetreos mentales, anduvo incierto, hasta que la cercanía de la hora lo llevó presuroso a la ducha y su acicalamiento final.
Subió a su auto, y mientras se acercaba al centro comercial, fue asaltado por un ataque de pánico que menguó unos minutos tras fumarse dos cigarros compulsivamente. Estacionó en el sótano tres (como la noche anterior), y permaneció sentado mientras observaba  con impaciencia si entre los demás autos se encontraba el de Vivian. Miró la hora en su celular y bajó.

Faltaban diez minutos para las once, se fijó en los paneles que la película comenzaba veinte minutos más tarde; fue a la ventanilla y compró dos entradas, infundiéndose un ánimo que segundos antes había perdido por completo.
Se asomó a las gradas eléctricas, esperando que en cualquier momento se materialice la mujer que aguardaba, subida como una diosa por los peldaños grises de aquella máquina hipnótica que conducía a las personas en trepada celestial. Sin ver de nuevo la hora, hizo un cálculo mental que arrojaba ocho minutos transcurridos. Antes de completarse el noveno, sintió que todos sus órganos se acomodaban. Una extraña sensación de placer y alegría recorría sus sentidos, al punto que se encontró riendo de muy buena gana, sin advertir, conscientemente que lo hacía. Fue ella quien se lo hizo notar al terminar de ascender las escaleras y estar frente a él: ¿De qué te ríes? -preguntó Vivian- Al reparar que, efectivamente, reía, contestó con sinceridad plausible lo que brotó en ese momento: me río de contento -respondió eufórico-
No hubo tiempo de mayores saludos, ya que faltaba pocos minutos para que inicie la función. Se sumaron a la pequeña fila de personas que esperaban para entrar a la sala doce, y cuando esta se empezaba a mover, Fabricio preguntó sin mucha convicción: ¿quieres canchita y gaseosa? ¡Ah, sí!, claro; también hot dogs y chocolates… -dijo Vivian- terminando la frase con una espontánea carcajada. No te burles, tenía que preguntar -dijo avergonzado-
Dos horas después, mientras comentaban la película sentados en la terraza de un café, no llegaban a ponerse de acuerdo en algunos detalles. Ella -que había visto casi toda la filmografía de Cronenberg- apuntaba ciertas inconsistencias en la dirección, aduciendo que parecía una película hecha por cualquier otro director, y que, a pesar de estar bien realizada, ninguna reminiscencia le remitía al susodicho cineasta. Él -que gustaba más de los taquillazos comerciales-, mentía -nuevamente- diciendo que le había encantado (en realidad, le pareció aburrida), y que era, a su entender, la mejor cinta del autor en cuestión.
Vivian intuyó que Fabricio no había visto ninguna de las obras anteriores, pero no quiso ponerlo en apuros indagando al respecto. Cambió el tema de conversación y lo derivó a terrenos, más bien, personales. Le contó que estudiaba Comunicaciones en la Católica, que había terminado una relación de dos años hace algunos meses, que era huérfana de madre y que su sueño postergado era estudiar Cine en Buenos Aires. Él, a su vez, mencionó sus estudios de Contabilidad en la San Martín, que sus padres estaban divorciados varios años, y que, entre otras cosas, uno de sus mayores anhelos era ser piloto de rally o campeón de Muay Thai.
Una de las pocas coincidencias  que tenían, era su afición por los viajes. Se tomaron buen tiempo comentando sobre las ciudades que conocían, pero a diferencia de él, ella conocía varios países de Latinoamérica. Conversaron, además, sobre tópicos relacionados a la vida misma, gustos musicales, creencias e ideologías. Quedó claro que Vivian poseía mucho más recursos a la hora de entablar una conversación, sin llegar a la erudición de tipo intelectual, pero con la naturalidad innata que le daban sus lecturas, viajes y experiencias. Lo que Fabricio explotaba era su sentido del humor, su carácter lúdico y bonachón, con el que salía bien librado de cualquier trance culturoso; pero, sobre todo, aprovechaba su gran atractivo físico que le había canjeado muchas conquistas a lo largo de su vida.
Al término de la velada, intercambiaron números telefónicos, y se despidieron con la promesa de volverse a ver, sin que para ello mediara mucho tiempo.




Los encuentros se sucedieron siguiendo el cauce normal de la situación: cine, pubs, y a veces, teatro y conciertos; los últimos dos, más por motivación de Vivian. Fabricio, solía pasar los días con su enamorada en reuniones con amigos comunes, videojuegos; también cine y sexo, mucho sexo. Dada las circunstancias, comenzaron a espaciar las salidas con su novia; los pretextos se multiplicaban y las riñas también.
Él creía estar enamorado de Sofía -su chica-, pues, además de ser hermosa, compartían intereses afines, que no requerían mayor voluntad que las ganas de pasarla bien; pero la aparición de Vivian, lo había colocado en medio de muchas dudas que no lograba disipar, a pesar de sentirse tan bien con “Sofi”, como le gustaba llamarla.
De pronto, se abrieron ante él, nuevas inquietudes; sensaciones inéditas que le resultaban extrañas, y que lo arrastraban, irremediablemente, al barranco ciego de la incertidumbre. Más aún, cuando experimentó la cercanía física de Vivian y el atractivo salvaje de su piel. No era ella, una amante magistral, ni muy diestra en el arte del somier, pero tenía el timing exacto, la pausa justa, las palabras indicadas en el momento indicado, el susurro cálido o el gemido estentóreo… Y, sobre todo, tenía la maravillosa virtud del silencio posamatorio. Se abandonaba en un trance silente, como rememorando cada movimiento desplegado sobre su cuerpo, cada caricia, cada beso, y ello le permitía seguir disfrutando prolongadamente de lo que consideraba el mejor rito inventado por la naturaleza.
Las charlas no eran menos estimulantes. Ella le contaba de películas que le despertaban curiosidad infinita, le hacía escuchar grupos de ritmos ignotos, y claro, le hablaba de libros que a él le daba flojera leer. Aunque se remitía a todo ello, únicamente cuando estaba con Vivian, creyó que en algún momento sería interesante hacerlo por su propia cuenta.


Fabricio, al cabo de un tiempo, se sentía enteramente cautivado por Vivian; no hacía más que pensar en ella, la extrañaba, la deseaba, y empezaba a amarla inevitablemente. Descuidó por completo su relación con Sofía, pero casi no le importaba. Pensó en pedir consejo en alguna amiga, pero supo de inmediato lo que le dirían: “estás enchuchado”, “estás con la cabeza caliente”, “eres un huevón”.
Descartada la ayuda, decidió avanzar con firmeza, tras los rastros que dejaba Vivian en cada uno de sus pensamientos; aunque no tuviera la menor idea, una señal certera, ni siquiera un indicio razonable, de que ella estuviera sintiendo lo mismo por él.

Fue un jueves de diciembre, en que Fabricio decidió contarle a Vivian, lo que por ella sentía. Trató de ser lo más convincente, calmado y emotivo que pudo. Y a pesar de que su inspiración era real, las palabras no encontraban de modo alguno, traspasar el rostro de Vivian. Ella se mantenía impasible ante los esfuerzos verídicamente seductores de su interlocutor. La razón era simple: ella no sentía ni remotamente lo mismo por él, lo único que le despertaba era deseo, gusto o, en el mejor de los casos, una fuerte atracción física. Claro que no se lo dijo en ese instante, pero no fue necesario. Fabricio acusó de inmediato la indiferencia de Vivian, que apenas era matizada con algunas muecas de sorpresa o risas indulgentes.
Al cabo de un rato, sintiendo algo de rabia y curiosidad (ninguna chica había rechazado sus encantos), le preguntó en tono sarcástico si acaso no le gustaba. Ella respondió que sí, que le parecía lindo; pero que no sentía nada parecido al amor. Le dijo también, que sabía lo de Sofía, que no era ninguna cojuda y que si salía con él, era porque la pasaba bien y eso. Le dijo, además, que podía disfrutar tanto de la cultura como de los hombres, de los hombres guapos, pues para enamorarse, buscaba a los inteligentes. Fabricio nunca espero este tipo de respuesta.
Tras unos segundos de silencio, Fabricio atacó instintivamente: ¿o sea que eres una perrita que solo quiere mi pinga? Exacto -respondió Vivian- ; aunque supongo que desde hoy ya no tendré la dicha de tenerla ¿no? -continuó diciendo-
Desconcertado hasta el vahído,  sintió ganas de vomitar. Una mezcla de ira, tristeza y orgullo desmoronado, hicieron que se levantara de la mesa del café para dirigirse al baño. Luego de mojarse la cara repetidas veces, se miró en el espejo y se vio más hermoso que nunca; «que se joda esa mostra de mierda», alcanzó a decir justo antes de abandonar el servicio. Al salir, Vivian ya no estaba.
Pasaron los días, y ante la cercanía de las fiestas de fin de año, el caos se apoderó de Fabricio. A pesar del supuesto desprecio hacia Vivian, no dejaba de evocarla. Sabía que no debía llamarla, y que de hacerlo, no obtendría respuesta. El odio que parecía profesarle, se trocaba repentinamente en ausencia maldita, en llanto de melancolía más no de rencor. Así como los sentimientos buenos que le había despertado Vivian, estos también eran nuevos, pero furiosamente negativos. Y entendió que, de alguna manera, lo había trastocado profundamente para bien y para mal. Que nada relacionado a ella le resultaba indiferente. Supo que más allá de su vanidad destrozada, le molestaba haberla perdido, no haber sido capaz de conquistarla. Por primera vez, sintió que su físico no le bastaba, no con ella, y se odió por no ser más inteligente, por no haber leído, por no haber visto a Cronenberg…
Entonces, decidió llamarla, sin importar mucho el tipo de respuesta que escucharía; pero no logró ninguna, simplemente no contestó. Todo había pasado muy rápido desde que se vieron por primera vez en el cine. De ella, solo sabía su número telefónico, no tenía ninguna dirección, ni electrónica ni de casa, ni amigos en común. Tampoco la tenía en sus redes sociales, pues Vivian no detentaba ninguna.
Fue así que todos sus sentimientos dieron paso a la desesperación por hallarla. No le importaba suplicar por amor. Quería verla de nuevo, escucharla, olerla. Se pasaba las noches y algunas tardes en el centro comercial, se plantaba en las boleterías del cine y nada. Nunca se apareció. Fue a los cineclubes, salas de teatro, conciertos en el centro y cada lugar posible al que ella pudiera asistir.
En una de sus búsquedas desesperadas por la ciudad, se topó con un puesto de venta de películas piratas y leyó el nombre de Cronenberg. La compró. Se trataba de “Una Historia Violenta”; llegó a casa y la vio. Esta vez le había encantado. Fue así que empezó a comprar libros, películas y discos que Vivian, alguna vez, le había recomendado. Leyó El Túnel, de Sabato, y le pareció genial, escuchó Sonic Youth, Stereolab y Spinetta. En todos los casos, se sintió atrapado, gustoso, como maravillado de manera genuina, sin ninguna complacencia hacia ella. Y pensó que era un gran paso para conquistarla de verdad, que tendría algo que comentarle de buena gana, sin fingir algún interés bastardo con fines halagüeños.
Imbuido de ese nuevo ímpetu, intensificó la cacería sobre Vivian. Estuvo determinado en hallarla antes de fin de año. Así lo hizo. La encontró una madrugada, cuando ella salía de un  concierto de Voz Propia en un local del centro. Estaba bebida y con un  grupo de amigos. No lo vio. La siguió varias cuadras mientras el grupo se dirigía a otro bar cercano ubicado en un sótano. Esperó que entraran y bajó. Cuando estuvo parado detrás de una columna, reconoció emocionado una canción de Joy Division que Vivian solía escuchar: «Digital», susurró. La penumbra lo mantenía a salvo de ser descubierto; pero seguía sigiloso, observando cada movimiento de Vivian. La vio danzar la canción, y se enamoró de sus movimientos.
Ella bailaba sola, Iba de aquí para allá, se miraba en el espejo, retrocedía y brincaba montada en trance. Su pelo le cubría el rostro, y sus ropas la descubrían sensual. Algunos hombres se le aproximaban y se movían frente a ella, y eran correspondidos con impudicia. No pudo más y se acercó a su lado. Al principio, no lo reconoció; pudo ser la poca luz o sus sentidos adormilados.
-Hola, soy Juan Pablo Castel-, se presentó Fabricio. Vivian, sorprendida, jadeó una sonrisa y con los labios pesados por efecto del alcohol, preguntó: ¿Qué haces acá, huevón?, ¿qué ha sido de tu vida? -Buscando a María Iribarne-, respondió Fabricio; -pero si tú me mataste, cojudazo- sentenció Vivian y ambos se echaron a reír largamente, concluyendo la risotada en un abrazo atávico.
Más tarde se marcharon juntos y así pasaron la noche.

El lunes siguiente, se encontraron por última vez, en el café que fue testigo de su primera cita. Él llegó antes de la hora. Estaba feliz. Pensaba que todo había salido perfecto, que su persistencia y su nuevo bagaje estaban dando frutos, y que al fin, podría estar con la mujer que, con seguridad, amaba (a estas alturas su relación con Sofía, había fenecido).
Ella no asomaba. Pasaron dos horas y trece cigarros desde la hora pactada. Un desasosiego incipiente nacía en la mente de Fabricio. Timbró cuatro veces a Vivian sin que conteste. A medida que el tiempo avanzaba, el pánico hacía su trabajo infame. Le siguió el pavor, rematado de espanto terminal. Luego, nuevamente, la turbación, el odio y el desprecio infinito.
La película que veía Fabricio, se presentaba pesarosa, mohína, con final inexorablemente trágico, y supo que lo ocurrido en el sótano aquel, apenas fue un plot point, un giro perverso en la trama. Un réquiem. Sin más, supo que la verdad, la maldita verdad, se abría paso entre sus tripas. Que el dolor infligido sobre él, era todopoderoso, insoslayable. Que nunca tendría a Vivian con él, no en este capítulo. No en esta escena. No en este riff.
Pero tuvo la extraña lucidez para aceptarlo. La valentía de asumir la derrota  sin lloriqueos. Sus peores temores se volvieron ciertos, vívidos. Sabía que si en algún momento, Vivian aparecía, era solo para despedirse, cosa que sucedió.
Pasadas casi tres horas, ella traspasó la puerta, lo miró y se acercó hasta la mesa, jaló una silla y se sentó sin decir nada. Pasaron varios minutos sin que ninguno dijera palabra. Vivian tamborileaba sus dedos sobre la taza vacía, aumentando la sensación de incomodidad para ambos. Él le pidió un cigarrillo, lo encendió, y mientras se lo fumaba, pensó que nada de lo que le dijera la afectaría, que era demasiado hembra, inteligente y desprejuiciada. Que ningún insulto o imprecación profanaría su determinación de libérrima afrodita.
Entonces,  fabricó su escena postrera, descorrió las cortinas para perpetrar su acto final en señal de victoria; y entonando mentalmente una tétrica melodía, esperó que ella se levantara, y en el preciso momento en que lo hacía, la detuvo, sonriente:


«No te vayas», le dijo mirándola a los ojos….

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